martes, 25 de enero de 2011

La vergüenza de la prolongada ola invernal

Se ha dicho de todo y, finalmente, echado la culpa al tristemente célebre Canal del Dique, que terminó por inundar lo que el invierno no pudo arrasar por cuenta propia. Pero eso apenas resultó ser la gota que terminó derramando el vaso. Es una realidad triste, por la que cientos de miles de campesinos pobres terminaron siéndolo aún más. Pero lo más triste es que la noticia apenas fue noticia con el episodio del Canal del Dique: antes no se hablaba –realmente- mucho del tema, y es una vergüenza absoluta.

Recientemente tuve la oportunidad de efectuar un recorrido por algunos de los municipios anegados, en el Sur de Bolívar, con el fin de preparar una acción humanitaria. Nuestro periplo comenzó en la ciudad de Cartagena, algún sábado a las 4 de la mañana y en una camioneta recorrimos la vía hasta Magangué. He de admitir que tenía mis reservas con el viaje, especialmente por aquello de tener que pasar por los Montes de María. Tantas noticias a lo largo de muchos años sobre las “pescas milagrosas”, balaceras y masacres, me dejaban cierta duda. Pero hay que reconocer que definitivamente las acciones de la fuerza pública -derivadas de la Política de Seguridad Democrática- tuvieron sus resultados: no se presentó ningún percance ni incidente raro y, por fortuna, no vimos a nadie de camuflado con botas de caucho.

La vía es casi perfecta -mejor que muchas de las calles de Bogotá, claro que para eso no falta mucho, pero bueno, ese es otro tema – y en cuestión de cuatro horas llegamos a nuestro destino. Ahí nos tocó embarcar en una lancha rápida, dispuesta para este periplo maratónico: en dos días recorrer y entrevistarnos con las autoridades locales de cinco de los más afectados municipios del Sur de Bolívar, como ya lo anotaba. Comenzó nuestro viaje por el río Magdalena, observando sus turbias aguas, de vez en cuando troncos y basura sobre sus olas, buchón y una que otra res muerta flotando, con un chulo a bordo.

A lo largo de horas observábamos kilómetros de ribera, con vegetación multicolor que tercamente se resiste al capricho de las aguas del río, aves de todos tipos, iguanas, peces saltarines, insectos, tortugas –o galápagos que llaman allá-, un espectáculo completo, acompañado de decenas de canoas de los pescadores que, humildemente, pretenden lograr su sustento diario con unas líneas llenas de anzuelos.

Y así hicimos el recorrido en un fin de semana, reuniéndonos con las autoridades locales. Al menos en cuatro de los cinco municipios previstos, porque en uno de ellos no hubo forma: ni Alcalde, ni Primera Dama, ni Secretario de Salud, ni Gerente de Hospital; ninguno vive de manera permanente ahí. Aparecen entre semana, pero viven en otras partes, y no es resultado de la ola invernal. Esa es la realidad local de ese municipio, con muchas necesidades. En fin…

En cada municipio veíamos los estragos que dejó el agua en gran parte de los mismos. Marcas oscuras, barniz eterno en las paredes, que son testimonio de hasta dónde se habían inundado. Y claro, algunos reductos de charcos, con infinidad de mosquitos, que serán la nueva plaga: si antes los agobiaban las aguas, ahora aparecerán las enfermedades respiratorias, infecciones de piel, dengue…

Pero bueno, el tema de mi nota no es la terrible tragedia por la que pasaron –sobre eso hay muchísima documentación en los noticieros-, sino el tiempo que duró la misma, de lo cual –infortunadamente- poco se habla. La noticia solo cobró importancia pública con el “episodio” del reventón del Canal del Dique, pero eso apenas sucedió a lo último. La gran mayoría ya llevaba, léase bien, fácilmente seis meses inundados, antes de que se les “pararan bolas”, como se dice popularmente.

Seis meses comiéndose el agua las paredes de bareque, enceres, esperanzas y ahorros de toda una vida de los habitantes, sin que el Estado hubiese hecho –según cuentan las autoridades- presencia alguna en ese lapso de tiempo. Solo el desastre del Canal del Dique pudo hacer el “milagro”, no de salvarlos, sino de ser vistos y escuchados. Seis meses de efecto del agua arruinando cosechas y volviendo inservibles las tierras; seis meses al cabo de los cuales a las reses que sobrevivieron se les pueden contar las costillas en sus demacrados cuerpos...

Es simplemente la dinámica anual. Tragedia que se repite con cada ola invernal, año tras año: gentes desplazadas por las aguas, viviendo en cambuches de plástico negro, acomodados en los lugares más altos de esas tierras, que muchas veces son las mismas carreteras que unen a los pueblos –ahora destruidas en muchas partes por el efecto del agua-. Plásticos fijados de cualquier forma en cualquier palo; familias enteras durmiendo y cocinando en –quizás- seis o siete metros cuadrados, junto con lo poco que pudieron salvar del agua.

Así, durante seis meses, sin mayor atención y ayuda del Estado, salvo de las Fuerzas Armadas que han hecho mucho más de lo que habitualmente nos enteramos (es notable el gran esfuerzo que hacen: no solo para salvaguardar la seguridad, sino con acciones sociales de verdad; brigadas de asistencia humanitaria que movilizan hacia todas las partes: médicos, psicólogos, trabajadores incansables, que cubren las zonas estoicamente).

Y por supuesto ahora, precisamente por la ruptura del Canal del Dique, también de algunas entidades gubernamentales que vienen adelantando acciones puntuales para la atención de la población. Pero eso es circunstancial. ¿Cómo se puede explicar eso? ¿Cómo es posible que durante tantos meses miles de personas vivan literalmente con el agua al cuello y no se haga nada?

Un amigo el otro día me hacía la siguiente reflexión: con todo lo que implica la catástrofe de esta ola invernal y los cientos de municipios anegados, el PIB no se ha movido un solo punto en estos meses, lo cual demuestra que estas zonas poco o nada contribuyen al mismo. Y eso, posiblemente, lo explica: solamente se han arruinado los cultivos de pancoger y apenas se han perdido algunos cientos de cabezas de ganado de las grandes haciendas de la zona del Magdalena y uno que otro animalito de los damnificados… Explicaría el porqué no se le presta mayor atención a esta desgracia anual pero, de forma alguna, lo justificaría.

Claro que, por otro lado, están los que dicen que inversiones sí se han hecho, y que históricamente se han destinado recursos para construir los diques y muros de contención, pero que la corrupción local se los ha comido; que los alcaldes no han asumido su responsabilidad por la tarea no hecha oportunamente. Puede que tengan razón. Pero, igual, no da solución a esta tragedia.

La realidad es que mientras no se presenten inversiones efectivas en buenas y definitivas soluciones, por lo pronto las aguas bajarán y la increíble resiliencia de los pobladores les permitirá que vuelvan a comenzar; hasta dentro de seis u ocho meses, cuando toda esta historia se repetirá de nuevo… Lo dicho: ¡Una vergüenza!

miércoles, 19 de enero de 2011

Los jóvenes y jóvenas

No. No es un error mío. Tal cual como lo leen, salió en una noticia televisada del canal RCN a las 7 y 29 de la mañana, en su emisión del 12 de enero de 2011: "25.000 jóvenes y jóvenas serán incorporados a la policía..." anunció la reportera que, para efectos de protección, de su honra, de su buen nombre, solamente llamaré “Luisa”.

Y bien, Luisa se enredó con la moda de tratar de ser incluyente en el uso del lenguaje, uso que ha venido evolucionando a partir de los movimientos feministas, reducto de la “revolución de la píldora” de los sesentas… Aclaro acá, de una vez, antes de que se me vengan encima tan respetables integrantes de estos colectivos, que no soy ni misógino, ni machista, ni nada por el estilo. Comparto y defiendo la equidad de género. Pero para el caso de la presente nota, simple y llanamente, soy un cronista de los hechos: del hecho de que en el español existen unas reglas que no se deben ignorar, así sea por el noble propósito de hacer visible al género femenino (léase sexo dentro de este contexto) en el manejo idiomático.

Y es que esta abominable práctica ha hecho carrera en todos los ámbitos -reitero que no me refiero al de la práctica de la equidad de los géneros femenino y masculino en términos biológicos, sino al del maltrato idiomático, al de los géneros gramaticales en el español-, no solo de profesionales como nuestra Luisa, sino también de políticos (algunas con turbantes), sociólogos, y muchos otros tantos que, para tratar de ser “incluyentes”, no se dan cuenta de lo ridículo y erróneas que resultan ser algunas de sus frases.

Hace algunos años, por ejemplo, me encontraba en un seminario que precisamente abogaba por los derechos de las mujeres, (las) jóvenes y niñas. Y una de las expositoras comenzó así su intervención: “Quiero dar un saludo a todos y todas los y las presentes en este auditorio…” y más adelante, en una de tantas frases redundantes, incluso afirmó que “los miembros y las miembras de los hogares colombianos…” y así continuó su discurso interminable.

Y no solo fue interminable por lo largo, en sí mismo de su disertación, sino por el hecho que por su uso de las continuas referencias incluyentes de “los y las” acompañado de las terminaciones “os y as” -para citar algunas- terminó doblando el tiempo requerido para expresar sus ideas, amén de la de reducir la capacidad para transmitir claramente las ideas, del embotellamiento de las sinapsis en el momento de la comunicación neuronal ante tanto exceso inútil de información, que se podría catalogar, hoy en día, como SPAM por los estragos que producen sus efectos… En fin: su discurso giraba precisamente alrededor de la “exigencia de la equidad de género en el uso del lenguaje mediante la explicitación de lo femenino en todos los ámbitos, escritos y orales”.

Mientras ella hablaba, me ponía a pensar: si la moda ahora es feminizar las palabras (y sus artículos) supuestamente masculinas -según lo afirman las defensoras de esta manía- para ser incluyentes de verdad, ¿no debería suceder también al revés? Digo, pienso, humildemente opino: si la intención es lograr una equidad de verdad ¿no debería aplicarse también a la inversa?

Y, por supuesto, finalizada su intervención, ya en un momento de los importantes “pausa café” anunciado en el programa del evento (horrible adaptación errónea del coffee break inglés, pero eso es otro tema, no para hoy), se lo expresé: “Doctora” –le dije- “su intervención fue excluyente y, como hombre, me siento maltratado. Considero que en su enorme esfuerzo de feminizar las palabras, según usted de género masculino, con el afán de generar inclusión y que fue de tan gran recibo entre las mujeres presentes, los hombres terminamos siendo excluidos. Exijo, en su mismo tenor, que de ahora en adelante usted en sus intervenciones no solamente hable de “la persona”, sino también de “el persono”, para sentirme incluido, o de “el criaturo y la criatura” para no excluir a los niños de sus ideas”.

Obvio, no hace falta describir los rayos (¿y las rayas?) y centellas (¿y centellos?) que salían de sus ojos (¿y ojas?) ante mi “exigencia”, ni decir que –prácticamente- tuve que salir escoltado de la policía del recinto para evitar ser linchado por las demás personas (acá no aplican “los personos” que, realmente –como suele suceder en estos espacios-, somos pocos) que presenciaron nuestra conversación. En fin…

Desconoce la doctora en referencia, así como nuestra Luisa, que en el español existen distintos géneros que son, digamos, asexuados, es decir: no tienen ninguna relación con que se trate de hombres o mujeres. Reglas precisas, que permiten que el idioma fluya de manera clara y armónica, sin necesidad de estar redundando o atropellando el idioma.

No hay que ser muy docto en la materia, para saber que el género masculino gramatical no solo se emplea para referirse a los individuos de sexo masculino, sino también para designar la clase, esto es, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos, como bien lo señala la Real Academia de la Lengua –RAE [1]. Cuando, por ejemplo, se dice, que “el perro es el mejor amigo del hombre”, claramente se refiere a que las perras también lo son, además también para las mujeres. Es decir: la frase “el perro y la perra son el y la mejor amigo y amiga del hombre y de la mujer” es un exabrupto, innecesario, redundante, ridículo…

Y, por supuesto, mis ejemplos de “persona y persono” o “criatura y criaturo” también carecen de fundamento, ya que son epicenos. Pero eso –estoy seguro- no lo sabía ni la doctora, ni nuestra Luisa…

Ahora, volviendo al ejemplo del “perro como mejor amigo del hombre”, infortunadamente en el uso cotidiano el uso distintivo entre perro y perra puede tener otro significado. Todos, al menos en Colombia, sabemos que no es lo mismo referirse a alguien como, por ejemplo, zorro o zorra. Mientras que en el primer caso se refiere popularmente a una persona sagaz y astuta, el segundo caso, en fin, puede significar otra cosa. Igual con perro y perra, pero esto es otro tema –también- no para hoy…

Y bueno: para retornar a la inutilidad de la explicitación de género masculino y femenino, me pongo a pensar en otro caso, el de los refraneros populares. Por ejemplo, cuando se dice que: “Al toro hay que cogerlo por los cachos”, ¿significa eso que a la vaca hay que cogerla (aclaro, que el verbo “coger” se utiliza en el sentido de “agarrar” y no con la acepción que se le suele dar en otros países latinoamericanos), por otro lado –digamos- la ubre? O cuando el ex presidente Uribe hace unos años hizo famoso el dicho de que “vaca ladrona no olvida el portillo”, significaba eso, pregunto yo, ¿que el toro sí sufre de amnesia?... ¡Pues no!

Insisto y aclaro, de nuevo, que no estoy en contra el género femenino, sino que me declaro en contra del mal uso del lenguaje. Sólo se requiere -indica la RAE- del uso de los dos géneros cuando la oposición de sexos es un factor relevante en el contexto. Por ejemplo: la afirmación de que “la proporción de cocineras y cocineros en los restaurantes ha cambiado en la década pasada” es clara e indica que entre mujeres y hombres la tendencia ha cambiado; resulta evidente que se ha presentado un cambio entre las mujeres que cocinan y los hombres que lo hacen.

Pero nada tiene que ver con la torpe afirmación inclusiva que se usa de que “las cocineras y los cocineros cocinan platos deliciosos”… Es inútil, redundante, ridículo…

Finalmente, me quiero referir al uso de la arroba “@” para reducir la forma escrita entre ambos géneros -o sexos- cuyo origen, si mal no estoy,  viene de los colectivos femeninos de México. Frases como “l@s niñ@s” para significar "los niños y las niñas", o su variante “os/as” para significar lo mismo “los/as niños/as” es otro atropello terrible… Amén de que ni la “@” es una letra del alfabeto –impronunciable fonéticamente- la distinción “os/as” tampoco es correcta….

Bien deberíamos entender que el plural en masculino implica ambos géneros. No es necesario, al dirigirse al público, tener que decir: "colombianos y colombianas", "niños y niñas". Subrayo que decir ambos géneros es solo correcto cuando el masculino y el femenino son palabras diferentes, por ejemplo: "mujeres y hombres", "toros y vacas", "damas y caballeros", o para señalar la anteriormente explicada diferenciación entre ambos (cocineros y cocineras)… De resto solo conduce a colisiones en las sinapsis…

El español es un idioma complicado. Tiene muchas más reglas y casos que los descritos acá. Pero todos son claros e invito a que se revisen. Dentro de los otros pocos idiomas que domino, no he encontrado –afortunadamente- este “meollo” artificial introducido por los (¿o las?) colectivos (¿o colectivas?) que “propenden” por la inclusión de las mujeres en su discurso. Todos los demás idiomas son claros, sencillos, incluyentes en sus formas y clases… Por demás –caramba, que coincidencia- al igual que el español, en sus reglas… ¿Para qué complicarlo más, sin ningún sentido? ¿Para qué generar exclusión en búsqueda de la inclusión? No nos atropellemos ni atropellemas… ... ¿algo para pensar?

[1] http://buscon.rae.es/dpdI/SrvltGUIBusDPD?lema=género2