viernes, 1 de abril de 2011

Por qué aborrezco a los dentistas

Sí, yo sé, los puritanos prefieren que se les llame odontólogos y hasta según su grado de especialidad, y se amparan en que a los oftalmólogos tampoco se les llama oculistas; en ese caso sí lo puedo entender, ya que el oftalmólogo no le revisa a uno el “tercer ojo”, pero los dentistas precisamente hacen eso: revisarle a uno los dientes. En fin: para mí todos los que le meten a uno los dedos en la boca con esos propósitos son eso: dentistas. Y los aborrezco. Y al parecer no soy el único: Angelino Garzón, por ejemplo, también los debe aborrecer, o Ronaldinho, pero eso no me consta, por supuesto ….

Estoy seguro que todo mi sentimiento adverso hacia ellos -los dentistas, no Angelino o Ronaldinho a quienes respeto muchísimo- obedece a un trauma en la infancia, de cuando mi mamá nos arrastraba donde la doctora Lydia, para que nos revisara los dientes. Claro que sospecho que “Lydia” no era su nombre verdadero, sino un apodo derivado de “lidia”, porque esa era la sensación que nos producía: que éramos unos toros de lidia en una faena tortuosa. Y más me reafirmo en eso, cuando recuerdo su sonrisa y un diente de oro que le brillaba maliciosamente, mientras nos picaba las muelas.

Por supuesto, eran otras épocas. Entonces ni tapabocas usaban los dentistas. No como hoy, que se cubren completamente la cara con una especie de careta, que cada vez que los veo me hacen acordar de Dustin Hoffman en “Ébola”. Pero lo que no ha cambiado mucho son sus tácticas y procedimientos, así como su instrumental.

Díganme si no, si ya la sola entrada al consultorio no es lo más cercano a entrar a una cámara de tortura medieval. Lo primero que uno ve es la silla eléctrica y todo el instrumental, dispuesto al lado de uno, en una bandeja cromada: lo hacen adrede, para que uno vea de lo que son capaces de hacer si uno no colabora. Cual escena salida de una película de espías, donde el torturador abre un maletín de cuero lleno de pinzas, cuchillos y ganchos ante su indefensa víctima, yace uno acostado mirando de reojo las herramientas de trabajo, mientras el maléfico se pone sus guantes de látex, estirando y soltándolos con un sonado chuac al final.

Y uno ahí, tensionado, con las manos aferradas a los apoya brazos, sintiendo con los dedos los pedazos de uñas que los pacientes anteriores han dejado incrustados ahí. Y arranca la faena: “vamos a ver qué encontramos” le dicen a uno con vocesita hipócrita de condescendencia, “abra un poco más su boca”, mientras empuñan un gancho que parece la mano del Capitán Garfio. Y con esa vaina empiezan a hurgarle a uno, lo raspan y palanquean, soban las calzas anteriores para “ver si están buenas”.

Y uno ahí, sudando frío, enceguecido por una luz brillante que asemeja cuarto de interrogatorio del DAS, mientras dicen “abra un poco más”. No sé si los dentistas se imaginan que uno puede desencajar las mandíbulas como las serpientes, pero siempre es “abra un poco más”. Y si no están satisfechos acuden, de nuevo, a la bandeja del instrumental, como reacción al “no quieres colaborar ¿ha?, pues ya verás como lo harás”, para tomar una especie de pinza extensora que se la clavan a uno en la boca para abrirla más. Se estiran así los labios alrededor de esa pinza, de la misma forma como los nativos en África usan los platos para agrandarse las orejas; le abren a uno la boca de una forma, como si su pretensión fuera ver desde ahí el ojo que, precisamente, no mira el oftalmólogo.

Y buscan y –maldición- encuentran algo. Uno lo sabe por el brillo especial que en ese momento adquieren sus ojos. Y zuás: hábilmente otro garfio más grande aparece en sus manos y de nuevo a hurgar. “Esto va a incomodar un poco”, dicen… ‘¿Incomodar? ¡Eso va a doler muchísimo!’, sabe uno. Y con cierto sentimiento de culpa agregan que “esto va a ser rapidito, no necesitamos anestesia para ello”.

Efectivamente no solo “incomoda”, sino lo atraviesa a uno un corrientazo, desde la mandíbula hasta los pies. “¿Dolió?” preguntan inocentemente entonces. ‘No imbécil, es que me gusta sacudir repentinamente la cabeza y los pies mientras tengo herramientas de metal metidas en la boca’, piensa uno, mirando con ojos de ternero degollado al salvaje.

Y acuden entonces a la anestesia: sacan estos señores una señora jeringa, con una aguja que solo las has visto antes en las fincas para vacunar el ganado. Y para hacer el espectáculo más horrible, frente a los ojos de uno la aprietan un poco, mientras salen unas gotas de la aguja. Y ahí pierde uno de nuevo la visual, pero uno ya sabe que eso va, de nuevo, a “incomodar un poco”, según sus palabras… y claro: dependiendo de donde se la pongan, siente uno como la aguja busca forzosamente paso entre los dientes y encías, o que le estuvieran haciendo un piercing en el cachete.

Ya con la cara y lengua dormida, le hacen a uno preguntas de “dónde le dolió” y uno balbuceando, repartiendo baba por todo el consultorio, trata de explicar con frases como "agüí: ag gago de ga muega gande de ga degegcha". Y como uno ya no tiene dominio sobre el sistema salivar, le meten a uno el succionador, esa horrible aspiradora, que se le pega a uno en las amígdalas como una chupa se pega a un vidrio y el señor no se da cuenta de eso, y uno ahí, mirándolo con odio y tratando de hacerle entender con los ojos que esa joda molesta donde está… porque la anestesia solo duerme cierta parte de la boca, pero de eso no se acuerdan los señores esos.

Y sí, señoras y señores, aparece el instrumento más maquiavélico de todos. Ya habrán adivinado a cuál me refiero. Ese, correcto: la temible fresa. Por demás, nunca he podido entender por qué la llaman fresa, si es todo lo contrario a algo dulce y delicioso. Pero bueno: arranca, con su característico zumbido ultrasónico, ese sssssuuuuuuiiiiiiii, mientras perforan como los trabajadores del Túnel de la Línea nuestra pobre muela. Y se empieza a sentir el olor a hueso quemado.

Toman, entonces, una manguerita y le echan a uno agua a presión en la boca diciendo, paso seguido, un gentil y cálido: “¡escupa!”. Se inclina uno encima de esa especie de orinal cerámico, tratando de escupir, y se sale de la boca un hilo de baba grueso, elástico a morir, que cuando uno se recuesta de nuevo se estira desde esa escupidera hasta la cara, como una telaraña... y uno tratando de ayudarse con los dedos para deshacerse de esa baba, encartado, limpiándose en el delantalito de muñecas que le colgaron alrededor del cuello.

Por supuesto, en esa pequeña fracción de segundo, quiere uno aprovechar para reacomodarse las mandíbulas, cerrar la boca, descansar un poco y ¿qué pasa?: ¡Lo regañan a uno! “Deje abierta la boca” refunfuñen, mientras con los dedos abren de nuevo las mandíbulas y soplan aire frío en la muela para poder echar el cemento ese o resina o como lo llamen. Aparece entonces la espátula de maestro de obra con la que aprietan la masa esa, y uno siente como la fuerza de la presión le hunde la cabeza en la silla. Es de anotar, que a esa altura, muchas veces la anestesia ha dejado de actuar.

Y bien, finalizan entonces diciendo “listo” y lo despachan a uno. Después de haberlo ultrajado a uno, ni una palabra de consuelo, solo la frase “vuelva dentro de un año” mientras reacomodan su instrumental para la siguiente víctima. ¿Y quieren que no los aborrezca uno?