viernes, 5 de noviembre de 2010

La cagada

Ya tenía lista mi siguiente nota para el blog, cuando caí en cuenta que hoy es viernes. Así que revisé lo que había escrito y consideré que, dada su seriedad, no era apropiada para un día tan especial de relax y “posjuernes”; sino que se requería algo mucho más serio, que los ponga a pensar de verdad. Por ende, cerré el archivo –que dejaré para el lunes- y me senté a escribir de nuevo, sobre un tema acorde a la dignidad de la ocasión. Y se trata sobre lo que -vulgar y ordinariamente- nuestras abuelas llamaban “hacer del cuerpo”, pero que yo -por respeto a los lectores- denominaré “cagar”, o “cagada” en su genérico.

Y no me refiero a las cagadas que cometen algunos alcaldes o políticos o directivas de empresas u organizaciones –aún cuando reconozco que puede ser un tema interesante, amplio y suficiente para futuras notas-. No. Me referiré a ese acto humano –generalmente privado y personal- con el que todos tenemos que ver y que a todos nos atañe. René Descartes decía: “No hay nada más equitativamente repartido en el mundo que la razón; todos creen tener suficiente”. Y bueno, yo discrepo: creo que lo más equitativamente repartido –bueno, si se quiere, depositado- es eso, a lo que me estoy refiriendo.

Porque, ¿quién puede decir que no le ha tocado? ¿Quién puede decir que nunca lo ha cometido? Invito a quién lo piense que levante la primera … Mmmh: mejor no pido que me tiren nada. En fin…

Cagar es un acto humano y cagarla humano es. Pero: de nuevo, me estoy desviando…

Díganme: ¿no existe momento más sublime del día? Al menos para los que comemos fibras es, cómo mínimo, una vez al día y me excusan los que sufren de estreñimiento, que no es nada personal ni discriminativo. Pero, sin lugar a dudas, puede ser una experiencia liberadora, como igualmente dolorosa y penosa: ¿A quién no le ha tocado la fiesta en la casa de un amigo con 50 invitados comiendo y bebiendo y con un solo baño? ¿A quién no le ha tocado -finalmente al poder entrar a ese único baño- darse cuenta que ya no hay papel higiénico después de haberse, a duras penas, podido desabrochar el pantalón (o levantar la falda y bajar el cuco) antes de que rugiera la venganza de Moctezuma por los excesos de la noche? ¿A quién no le ha tocado el anticuado sanitario que no absorbe bien y que demora horas en volverse a cargar, y uno esperando, para no dejar evidencias?

Pues sí, señoras y señores: puede ser una experiencia traumática. Se me vienen a la mente la infinidad de veces que me ha tocado asistir a eventos masivos de un -o peor- varios días y tener que enfrentar las temibles caseticas azules, paradas discretamente en la mitad de la nada, a la vista de todos. El solo hecho de ver esa especie de cabina telefónica londinense, entrar a ese espacio reducido donde uno no sabe cuál es el lavamanos o el mingitorio -o peor, pensar que lo último es lo primero- y ver una palanca con instrucciones precisas de cómo bombear, es fatal.

Por ello mi cuerpo ha asumido una táctica hábil: se condiciona al tiempo requerido y no reclama nada. Estoicamente resiste el tiempo requerido para poder esperar a disfrutar de las comodidades del hogar. Lo malo es que -pareciera- que la cagada tiene pensamiento desligado de la razón que emana del cerebro.

¿Por qué?

Mmmh: hace muchos años regresaba yo de un campamento y, por supuesto, tanto tripas como corazón habían hecho lo propio, para mantener la cordura, el equilibrio. ¡Estaba feliz! No tanto por los días pasados –que también me habían hecho felices- sino por pensar en ese momento especial en el seno, seguridad y privacidad de mi hogar. Y a medida que el bus avanzaba de regreso, mi cuerpo se emocionaba, y –sin seguir instrucciones precisas- se empezó a relajar.

Kilómetros menos de viaje y mi cuerpo estaba más feliz. De vez en cuando me tocaba mandar señales claras de: “hey, espera, que la salvación está cerca”, pero nada que no se pudiera manejar. Pero, insisto, pareciera que la cagada tenía pensamientos propios y estaba conectada con todos los sensores de mi cuerpo: a medida que más nos acercábamos a nuestro destino, mayor presión ejercía. Un vulgar sindicato. Y el cerebro en lucha, a esa altura, todavía estaba lúcido.

El viaje seguía y mi cuerpo seguía reclamando la cercanía del destino. Mi frente estaba ya sudando y mi cerebro se estaba nublando. Y el bus rodaba por la vía... Para hacer corto el cuento –no quiero someterlos a la misma tortura- finalmente llegamos al destino: a escasas tres cuadras de mi casa. Dignamente, con caminado de reina de belleza apretando nalgas, bajé del bus, me despedí, y caminé así –quizás- unos 50 metros; después a correr se dijo, que poco tiempo quedaba. Finalmente llegué a la puerta, frenéticamente busqué en mi bolsillo las llaves, temblorosamente pude atinar a la chapa y, gracias a dios, mi cerebro pudo volver a pensar calificadamente después de unos minutos.

¿No creen ustedes que no hay nada más equitativamente distribuido?

Nos vemos el lunes.

2 comentarios:

  1. jajaja.... eso es totalmente cierto... no solo en viajes, sino en la cuidad, cuando se está lejos del hogar, o cuando la hora acostumbrada a llegar se retrasa... los últimos metros son los más sufridos…

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  2. eso es verídico, el pasa a todos...

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