lunes, 7 de febrero de 2011

Desgracia animal

Es una realidad triste que se repite permanentemente. Y pareciera que no hay nada que pueda evitar que se siga repitiendo, quien sabe, por cuanto tiempo más. Posterior al ocaso de los dinosaurios, el hombre se ha constituido en el principal depredador sobre la tierra. Gracias a su inteligencia, ningún animal resulta ser oponente digno ante su afán de destruir, de maltratar, de arrasar de cuanto encuentra en su camino. Por supuesto, el fenómeno tiene matices culturales distintos, pero en resumen: en todas, incluso las más “avanzadas”, se encuentra presente.

Especies enteras han desaparecido, producto de la evolución humana. Y otras tantas están en vías de serlo. Prácticas bárbaras de matar por matar y poder colgar las cabezas en forma de trofeos en las paredes, o las extremidades de paquidermos como patas de mesas –como se registró hace unos años en la casa de tristemente célebre exgobernador de Cundinamarca Pablo Ardila- demuestran que de Dinamarca a Cundinamarca hay más diferencia que de tan solo tres letras.

Subconsciente colectivo lo denominaba Miguel Angel Cornejo en una de sus conferencia a la que asistí años atrás: la herencia generacional de la barbarie de un pueblo debido a las prácticas “culturalmente aceptadas”, para el caso nuestro, la cultura del conquistador: esta tierra es mía, porque me la encontré; está mujer indígena es mía, porque me la encontré; este oro es mío, porque me lo encontré… Y así también sucede con los animales: puedo hacer con ellos lo que quiero, porque sí, porque tengo la inteligencia para dominarlo, porque soy el ser evolucionado.

Hace una semana larga el Noticiero Caracol difundió un video en el que dos miembros de la policía de Bogotá maltrataban de manera indescriptible, y finalmente mataban, a un perro. Hay que tener un estómago de acero para verlo. Y claro, ante el repudio generalizado, inmediatamente salieron las autoridades a anunciar lo de siempre: que no es práctica de la institución, que se investigará hasta las últimas consecuencias y que rodarán cabezas. Y bueno, algo escuché que presuntamente habían o iban a destituir a los dos perpetradores de este salvaje acto.

Pero esto es apenas un granito de arena ante tantas otras situaciones que se presentan, que no tienen soluciones definitivas. Tomemos el caso, por ejemplo, de la indignante “fiesta brava”. Es simplemente increíble que en pleno siglo XXI sigamos observando como anualmente miles de toros siguen siendo maltratados para satisfacer la sed de sangre de unos pocos, que disfrutan viendo como una horda de salvajes pican, acuchillan y mutilan a un pobre animal. Y se vanaglorian saliendo en las páginas sociales, ojalá al lado del bárbaro mayor, enfundado en su apretada y ridícula trusita de colores -que pretende mostrar con lujo de detalles lo grande, pero efectivamente chiquita que es en esencia su hombría-, levantado en brazos, con una oreja o un rabo en sus manos ensangrentadas.

En un viaje reciente al Ecuador fui testigo de una manifestación multitudinaria de toreros, picadores, dueños de haciendas y vendedores ambulantes, protestando en contra de un plebiscito que promueve el Gobierno de Correa, para abolir esas prácticas sádicas. Alegaban allá, lo mismo que acá hace algunos meses ante la Corte Constitucional: que se está agrediendo su derecho al trabajo, que se está violando el derecho a la libre expresión de la cultura. Si eso es cultura, bienvenida la censura; si eso es trabajo, bienvenida la violación del derecho a los violadores de seres indefensos. Y, por supuesto, se incluyen también acá las famosas galleras, peleas de perros y cuanto reducto quede del famoso circo romano, de esa herencia cultural del viejo continente.

Es una tradición, insisten los promotores de estas orgías de sangre. Pues déjenme darles una noticia: incluso en el país cuna de esta tradición, se han dado pasos para acabarla: ya en Cataluña están prohibidas las corridas de toros. Aunque no lo crean, todavía pueden evolucionar, todavía pueden demostrar que sus cerebros pueden superar a los de los dinosaurios. Espero que en el vecino país los resultados sean más efectivos que el patético fallo sobre la materia de nuestra honorable Corte Constitucional.

Se acerca la semana santa, y con ella vuelve a aumentar el tráfico ilegal de especies endémicas, supuestamente protegidas por la legislación. Regreso triste de un viaje por los lados del Sur de Bolívar, donde evidentemente la legislación y acción del Estado no llega. En mi nota pasada escribía de cómo la población sufría en esas zonas por la ausencia de apoyo real, y abogaba por ella. Pues en esta ocasión tengo que escribir, precisamente, en contra de esa población. Ya en las carreteras le ofrecen a uno huevos de iguana cocidos, bolitas pequeñas amarillas, que extraen de las iguanas vivas mediante un tajo. Las menos afortunadas terminan en la sartén, como me lo explicaba un lugareño, a las más afortunadas les cosen la panza y vuelven y las echan a la ciénaga. ¿Probabilidades de sobrevivir? Dudo mucho que sean muy amplias…

El ponche (chigüiro) también forma parte del menú de estas festividades. Y los galápagos (tortugas), que venden por doquier en los pueblos y riberas del río Magdalena. Atajos de seis especímenes vivos, de apenas cuatro meses de edad y un cuarto del tamaño que podrían alcanzar en edad adulta, unidos mediante pitas, para ser comprados en veinte mil pesos la media docena. Animales protegidos por la legislación, comprados por analfabetas e ignorantes para seguir con la tradición de comérselos, especialmente el jueves santo. No soy muy docto en la materia, pero no me acuerdo de haber leído en parte alguna que Jesús estuviera en la última cena repartiendo sopa de galápago, acompañada de huevos de iguana …

Mientras terminaba de escribir esta nota, veía una noticia en Caracol TV donde se evidenciaban los grandes decomisos que estaba haciendo la policía ambiental en aras de proteger la fauna amenazada, las supuestamente especies protegidas. Las cámaras mostraban pieles de todo tipo y, claro está, entro otros, galápagos vivos que volvían a soltar en los ríos. Eso está bien. Pero, me pregunto yo, en vez de decomisar pieles y animales, ¿no sería más efectivo intervenir directamente las zonas donde se practica la caza ilegal?

Digo, en esos lares todos saben quiénes, cómo y en dónde se practican esas masacres. Y no es necesariamente en quebraditas ocultas en la manigua, ni se trata de transacciones secretas bajo el amparo de la oscuridad de la noche. No. A solo tres minutos de una ciudad como Magangué ve uno como decenas de pobladores pican con varas el fango, buscando los atesorados galápagos, los atan y echan en camiones. Al frente de la catedral de esa ciudad, colindando con el puerto, están los nefastos mercaderes con sus presas en costales, adelantando sus macabras transacciones.

Está bien: no hay más oportunidades para las gentes de allá y será su única forma de subsistir. Hacen falta acciones contundentes para proteger a los animales y promover sustentos alternos a los pobladores. Pero eso serán acciones que quedan en manos de nuestra dirigencia y de autoridades, que se regodean en las orgías de sangre en plazas de toros. Se me viene a la mente el viejo chiste de cuando dios repartió las riquezas en el mundo y sus ángeles incrédulos insistentemente le preguntaban que por qué todo para Colombia, que por qué no repartía algo en otras partes de lo mucho que daba a nuestro país, hasta que dios exasperado les respondió: “espérense a ver la calase de #$%&! que pondré a dirigir ese país”… es toda una desgracia animal.